¡No, fui yo!
Descargar PDF–¡No se cuelguen de la cortina! ¡Se van a lastimar!
Eso era lo que mi hermano mayor y yo siempre escuchábamos de mamá cuando intentábamos utilizar la cortina de la sala de nuestra casa para colgar los diversos adornos.
Aquel día habíamos llegado de la escuela, ya habíamos cenado y terminado las tareas; estábamos jugando en la sala con un tren eléctrico que mi hermano tenía. Montamos las vías, preparamos los vagones, encajamos la locomotora. De pronto, me levanté y lo dejé a Rafael jugando solo, mientras yo iba en dirección a la ventana. Entonces, tuve la “genial” idea de colgarme de aquella cuerda que colgaba de la cortina y…
Antes de continuar con la historia, necesito decir que mi hermano intentó convencerme de dejar de lado esa idea, pues no era muy lógica ni buena. Él no dijo nada, pero me miró con una expresión muy clara: “¡Te va a ir mal!” Y, para rematar, movió la cabeza de un lado a otro, mostrando que yo estaba corriendo peligro. A pesar de todo eso, yo ignoré su mirada de reprobación y también la repetida indicación de mi madre. Sin pensar mucho, continué con mi idea. Con las dos manos, me agarré firme de una de las cuerdas de la cortina, tomé impulso, levanté los pies del suelo y comencé a balancearme una, dos, tres veces, y…¡patapuf! ¡No lo esperaba! ¡Fue un gran susto! El riel que sostenía la cortina se desprendió del techo y la cortina cayó con todo sobre nosotros.
–¿Qué es lo que está pasando aquí? –dijo mamá cuando rápidamente entró en la sala–. ¿Quién hizo esto? –preguntó, mientras mi hermano y yo intentábamos salir de abajo de la cortina.
A esta altura del relato, yo ya estaba llorando a mares; a fin de cuentas, había sido un gran susto.
Mi hermano también estaba asustado. Me acuerdo de él, mirándome a mí y a mi mamá, sin entender bien lo que estaba sucediendo.
Pero mamá insistía:
–¡Quiero saber! ¿Quién hizo esto? ¿Fuiste tú? –preguntó mirándome fijamente a los ojos.
Me quedé quieta, y mi silencio intentaba esconder la respuesta que realmente quería dar: “¡No fui yo!”
En ese momento, Rafael hizo algo que yo no esperaba. Antes de que yo pudiera decir alguna cosa en mi defensa, mirando a mamá, dijo:
–No, ¡fui yo! Me colgué de la cortina, y por eso se cayó al suelo.
¿Cómo? La culpa era mía. Yo había hecho lo que no debía hacer. Pero me sentí aliviada por la actitud de mi hermano y decidí que no lo iba a desmentir.
Mi mamá le pidió a Rafael que fuese a su dormitorio. Su castigo iba a ser quedarse un buen tiempo sin poder salir de casa para jugar a la pelota con sus amigos. Y, ese era el juego favorito de mi hermano. Rafael se fue a su dormitorio en silencio; pero yo vi las lágrimas que caían por su rostro.
Me quedé en la sala, sentada en el sofá, todavía respirando fuerte de tanto que había llorado; pero, en aquel momento, lo que me dolía era el corazón. Yo debía haber asumido el error y haberle contado la verdad a mi mamá. Hice que todos pensaran que no había sido yo. En vez de sentirme mejor por no recibir el castigo, yo estaba triste.
¿Cómo podría permitir que mi hermano se quedara una semana sin jugar al fútbol? ¡Él no tenía la culpa! Entonces, esa misma noche, le conté la verdad a mi mamá.
Ella me dijo que siempre debemos asumir nuestras equivocaciones. Enseguida, le pedí disculpas a Rafael. Mi mamá elogió la actitud que él había adoptado para defenderme; pero nos dejó bien claro que la mentira nunca ayuda, siempre complica la situación.
Hace ya bastante que todo eso sucedió, pero no puedo olvidarme de esa historia. Entendí que mentir nunca es bueno y que asumir los errores es siempre lo correcto. Entre el “¡No fui yo!” y el “¡No, fui yo!”, decidí terminar el día con la segunda opción.
Texto: Ariane.
Ilustración: Vandir Dorta Jr.
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